Hace ya tres años atrás llegó a mi casa y mi vida una de mis mejores amigas: mi perrita, llamada Luna. Fue muy repentino y me tomó por sorpresa pero fue definitivamente la alegría que me hacía falta.
Hacía ya mucho tiempo había tenido un perro, que un día salió de casa y no volvió, hecho que me causó mucha tristeza y me dejó un gran vacío, desatando días de mucho llanto y ánimo bajo. Con el paso de los meses su ausencia se hizo cotidiana, tanto que no me di cuenta de que ya había pasado un año; fue en el mes de Mayo cuando ella llegó, exactamente el día veintiuno. Era un día normal, aquí en Iquique se celebraban las Glorias Navales por lo que como familia nos tomábamos el día para descansar y compartir tiempo juntos. Normalmente no salíamos mucho y a veces hasta nos quedábamos en casa, por lo que me sorprendió el hecho de que iríamos a visitar a una tía a quien nunca veíamos.
Era una perrita blanca, pequeña, esponjosa, como lo son los poodles y se mostraba algo tímida ante nuestra presencia porque no nos dejaba acariciarla. Yo estaba tan encantada con su lindura que me sorprendió mucho cuando me dijeron que sería mía. Sentí que el vacío que hubo por tanto tiempo se llenó, una pequeñita como ella y sus pequeños detalles llegarían a llenar mi casa de alegría y amor, también de risas. Volvimos a casa con ella, estaba algo asustada e inquieta al principio, pero con el paso del tiempo fue ganando la confianza necesaria para adaptarse a nuestro hogar, tanto que ahora no puede estar sin nosotros
Y fue así como hasta la fecha, con tres años junto a nuestra familia, me ha llenado de mucho amor y alegría, pero por sobre todo me ha enseñado a quererla como a ningún amigo canino en el mundo, es mi tesoro más preciado.
A través de esta pequeña experiencia aprendí a ser paciente, cuando algo se va es para darle lugar a algo nuevo en la vida, a querer con el corazón y apreciar cada momento como si fuese a ser el único y último. Todo toma tiempo, la espera es larga pero vale la pena.
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